Desde los opulentos centros comerciales de los Estados
Unidos hasta los rincones de las sencillas casas de barro de los campesinos
centroamericanos, la imagen de la natividad nos rodea en esta época del año. El
pesebre, con su cama de paja, las mulas y los pastores, la fría noche de Belén
con una estrella desconocida que brilla más que los demás: hay un encanto
ineludible de esta imagen tierna que hemos estado celebrando por lo menos desde
la primera escena de la natividad llevado a cabo por San Francisco de Asís hace
más de 700 años. Es la imagen más apropiada para conmemorar lo que celebramos:
la encarnación de Emmanuel, el Dios-entre-nosotros.
Pero, ¿qué es el evento que marca el inicio de esta época
tan especial del año? ¿Es el primer domingo de Adviento en la que encendemos la
vela de la esperanza sobre la corona de Adviento, o se trata de las ventas
irresistibles del Viernes Negro?
Sin lugar a dudas, hay dos caras de la temporada de Navidad;
dos caras que están tan radicalmente divorciadas entre sí que parecería ser más
bien esquizofrénica combinar los dos.
Por un lado, la Navidad es un tiempo de comunidad, de
compartir, de reflexión sobre la ternura de la encarnación de Cristo en nuestro
mundo quebrantado. Celebramos y nos alegramos en la convicción de que Dios se
encarnó en una realidad concreta e histórica: la de una familia pobre en un
país palestino ocupado que se ve obligado a viajar a su ciudad natal por un
decreto imperial. Monseñor Ricardo Urioste de El Salvador considera que la
historia de Navidad es "una fe en un Dios que decide pasar por todas las
calamidades que pasa la gente común y ordinaria... para asumir la carne y las
angustias de la gente.”
La otra cara de la Navidad, sin embargo, también nos rodea
tanto como la imagen del pesebre. La
Navidad también es una época agitada de consumismo desenfrenado impulsado por
un bombardeo de publicidad comercial que nos incita a comprar, comprar,
comprar. Es la temporada cuando ir de
compras se convierte en una destreza codiciada y cuando los grandes almacenes y centros comerciales
se convierten en verdaderos sitios de peregrinación. En 2011, la gente en los Estados Unidos
demostraba su lealtad a esta cara de la Navidad al ritmo de 469 mil millones de
dólares en compras de regalos navideñas.
Esta incoherencia
entre las dos caras de la temporada de Navidad es cada vez percibido por más y
más personas. Pero ¿por qué estas dos caras de la Navidad no se encajan?
El recuerdo de la encarnación de Cristo en nuestro mundo es
una celebración de intimidad y pertenencia, de comunidad y de compartir. La
encarnación significa sin duda que Cristo se hizo humano, pero también que
compartía en las circunstancias específicas y particulares del lugar en el que
nació. Él compartió en la injusticia que su pueblo vivía bajo un poder
imperial, y en la pobreza de haber nacido en un pesebre. La encarnación es la
más alta identificación y empatía con un cierto lugar y un cierto pueblo.
La otra cara de la Navidad, el de viernes negro y de las
interminables filas de compradores, es la antítesis de la encarnación. Este
versión "comercializado" de la Navidad que es la fantasía de cada
especialista en publicidad, nace de una economía totalmente divorciada de
cualquier lugar o comunidad. El 24 de diciembre, un niño de Nueva York abrirá
su regalo de un nuevo videojuego hecho por otro niño en una fábrica en Nueva
Delhi. Un adolescente de Manhattan se encontrará bajo el árbol un par de zapatos hechos por
otro adolescente mal pagado en Managua.
A pesar de que la
encarnación se caracteriza por la conexión más íntima a un determinado lugar y
un determinado pueblo, la economía de hoy se caracteriza por una disociación
completa con la singularidad y las particularidades de un cierto lugar. Nuestra
sociedad en general comparte esta característica desafortunada. Curiosamente,
cuando muchos regresen a sus hogares en los próximos días para pasar la Navidad
en la intimidad de la familia, van a encontrarse con los anuncios de los
aeropuertos que proclaman: "Nómadas regocijo, ¡ahora podemos llevarte a
cualquier lugar del mundo!" En el mundo globalizado de consumo en el que
vivimos, estamos continuamente alentados a ser móviles, a no pertenecer a
ninguna parte, y a no compartir en comunidad con nadie.
Pero si no pertenecemos a ninguna parte, ni estamos
conectados a ninguna persona o lugar, entonces ¿cómo podemos vivir la
encarnación? Las natividades que podemos encontrar en cada esquina durante
estos días deben servirnos como una invitación a reflexionar sobre la manera de
honrar la encarnación en el mundo desarraigado de hoy.
En las montañas ocultas del norte de El Salvador, podemos
encontrar la respuesta a como sería la verdadera encarnación hoy en día. Padre
Rogelio Ponseele es un sacerdote belga que vino a El Salvador durante la década
violenta de las 1970´s y ha estado allí
desde entonces viviendo juntos a los campesinos de las aldeas más pobres del
país. Un grupo de estudiantes universitarios estadounidenses que realizaban su
semestre de inmersión en la realidad de América Central una vez le preguntó al
Padre Rogelio: "La primera vez que vino a El Salvador, ¿cuánto tiempo iba
a quedar?"
Esa pregunta, cargada con el bagaje cultural de vivir en una
sociedad sin ataduras y de arraigado, trajo una respuesta sorprendente para el
grupo de estudiantes. Padre Rogelio explicó que "no he venido de visita.
He venido para quedarme, para ser parte de la comunidad y la difícil realidad
de los pobres de El Salvador.” Él vino a El Salvador para encarnar su vida
entre los que había de servir.
La filósofa colombiana y experta en ética Adela Cortina,
contribuyendo a las implicaciones de la encarnación de hoy dice que: "Los
que no quieren someterse a las normas de la sociedad actual, tiene que
encontrar su sustento en el arraigo y la calidez de las comunidades
concretas". Richard Klinedinst añade que, "En una época de tanta
indiferencia y desarraigo… comprometerse con un barrio en particular…es un acto
auténticamente radical".
El Adviento debe ser la temporada para que reflexionemos, no
sólo en la ternura de la escena del pesebre, sino de lo que representa la
escena bajo la superficie. Se nos debe empujar a entender que Dios se encarnó
en el mundo de los pobres y oprimidos para compartir íntimamente en esa
realidad. Debería animarnos a hacer realidad la encarnación, de pertenecer a
una comunidad y compartir la realidad que inevitablemente incluirán risas y
lágrimas, alegrías y sufrimientos,
infinitas posibilidades y límites reales y necesarios. Siguiendo el
ejemplo de la encarnación de Jesús, debemos también entregarnos a la
encarnación entre los pobres a fin de comprender mejor su realidad, la
injusticia que da lugar a su pobreza, y nuestra propia participación en esa
injusticia.
Oscar Romero, el arzobispo mártir de El Salvador, durante su
última Navidad nos recuerda que “es hora de mirar hoy al Niño Jesús no en las
imágenes bonitas de nuestros pesebres. Hay que buscarlo entre los niños
desnutridos que se han acostado esta noche sin tener que comer, entre los
pobrecitos vendedores de periódicos que dormirán arropados de diarios allá en
los portales. Entre el pobrecito lustrador que tal vez se ha ganado lo
necesario para llevar un regalito a su mamá o, quién sabe, el vendedor de
periódicos que no logró venderlos y recibirá una tremenda reprimenda de su
padrastro o madrastra. ¡Qué triste es la historia de nuestros niños! Todo eso
lo asume Jesús esta noche.” Romero, hablando desde una profunda conexión con un
una realidad concreta e histórica, una vez más nos muestra como se celebraría
la Navidad si tomáramos en serio la Encarnación.
Es evidente que la encarnación es el principio de la fe
cristiana. El nacimiento de Dios-entre-nosotros es el comienzo del Reino de
Dios. Si no hay encarnación, no habría nada más al mensaje cristiano. Pero
debido a que Dios se convirtió en una parte de nuestro mundo quebrantado, Jesús
fue llevado finalmente hasta las últimas consecuencias de esa encarnación fiel.
Su dedicación a vivir plenamente y apasionadamente la encarnación entre la
dureza de la realidad en que él nació, lo puso cara a cara con la injusticia y
la violencia y el mal tan común en nuestro mundo. La encarnación de Cristo al
final nos llevó a la otra gran celebración cristiana: la muerte y la
resurrección de Semana Santa.
El agricultor y escritor estadounidense Wendell Berry nos
insta a "practicar la resurrección" en nuestra vida diaria. Practicar
la resurrección es vivir como si el Reino de Dios fuera presente y real e
imprescindible para nuestras vidas. Pero para practicar la resurrección, es
necesario primeramente haber encarnado nuestras vidas en las particularidades
de un lugar específico, en la singularidad de una comunidad concreta, y también
en la realidad a veces cruda que pone en peligro el bienestar de esa comunidad.
Sin encarnación en un lugar, no puede haber una comunidad para practicar la
resurrección.
Que este tiempo de Adviento, entonces, sea la motivación que
nos impulsa a vivir en comunidad encarnada.
Tobías
Roberts
Tomado de ALAI, América Latina en
Movimiento
http://alainet.org/active/60436&lang=es